
El Espíritu Santo y María
PENTECOSTÉS
6/4/20255 min read
Meditación adaptada de Christopher West
En Pentecostés, María intercede por ti y por mí para que podamos vivir lo que ella vivió en la Anunciación. En la Anunciación, María recibe el don del ES para que Cristo se forme en ella. En Pentecostés, María pide el don del ES para que Cristo se forme en nosotros. La siguiente reflexión es tomada de la Audiencia General de San Juan Pablo II el 2 de mayo de 1990.
1. La revelación del Espíritu Santo en la Anunciación está unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios y a la maternidad divina de María. En el Evangelio de San Lucas, vemos cómo el ángel le dice a la Virgen: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35). Es también la acción del Espíritu Santo la que provoca su respuesta, en la que se manifiesta un acto consciente de libertad humana: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Por lo tanto, en la Anunciación encontramos el “modelo” perfecto de lo que debe ser la relación personal entre Dios y el hombre.
2. Incluso en el Antiguo Testamento, esta relación expresa una cualidad única. Nace en el contexto de la Alianza de Dios con el pueblo elegido, Israel. Y esta Alianza, en los textos proféticos, se expresa con simbolismo nupcial: se presenta como el vínculo nupcial entre Dios y la humanidad. Es importante recordar esto para comprender la profundidad y la belleza de la realidad de la Encarnación del Hijo como plenitud particular de la acción del Espíritu Santo.
3. Según el profeta Jeremías, Dios dice a su pueblo: “Con amor eterno te he amado, y te he mostrado mi misericordia. Volveré a ti y te reconstruiré, virgen de Israel” (Jer 31, 3-4). Desde un punto de vista histórico, debemos relacionar este texto con la caída de Israel y la deportación a Asiria, que humilla al pueblo elegido, hasta el punto de creerse abandonado por Dios. Pero Dios los anima, hablándoles como Padre o Esposo a la joven amada. La analogía esponsal se hace aún más clara y explícita en las palabras de Isaías, dirigidas, durante el exilio babilónico, a Jerusalén como a una esposa que no había permanecido fiel al Dios de la Alianza: “Porque tu Hacedor es tu esposo, el Señor de los ejércitos es su nombre… El Señor te llama de nuevo, como a una esposa abandonada y afligida de espíritu, como a una esposa casada en la juventud y luego desechada, dice tu Dios. Por un breve momento te abandoné, pero con profunda compasión te traeré de vuelta. En un arrebato de ira te escondí mi rostro por un momento, pero con misericordia eterna tendré compasión de ti, dice el Señor tu Redentor” (Is 54, 5-8).
4. Los textos citados enfatizan que el amor nupcial del Dios de la Alianza es eterno. Ante el pecado de su esposa y la infidelidad del pueblo elegido, Dios permite que experimenten experiencias dolorosas, pero a pesar de ello les asegura, a través de los profetas, que su amor no cesa. Supera el mal del pecado para renovar su don. El profeta Oseas declara con un lenguaje aún más explícito: “Te desposaré conmigo para siempre; te desposaré en la justicia y la rectitud, en el amor y la compasión; te desposaré conmigo en la fidelidad, y conocerás al Señor” (Os 2, 21-22).
5. Estos extraordinarios textos proféticos del Antiguo Testamento alcanzan su verdadero cumplimiento en el misterio de la Encarnación. El amor nupcial de Dios hacia Israel, pero también hacia todo hombre, se realiza en la Encarnación de una manera que supera las expectativas humanas. Lo descubrimos en las páginas de la Anunciación, donde se nos presenta la Nueva Alianza como la Alianza Nupcial de Dios con el hombre, de la divinidad con la humanidad. En el contexto de esta alianza nupcial, la Virgen de Nazaret, María, es la “virgen-Israel” por excelencia de la profecía de Jeremías. El amor nupcial de Dios, anunciado por los profetas, se concentra en ella de forma perfecta y definitiva. Ella es también la virgen-esposa a quien se le concede concebir y dar a luz al Hijo de Dios: el fruto único del amor nupcial de Dios hacia la humanidad, representado y resumido, por así decirlo, de forma exhaustiva en María.
6. Al descender sobre María en la Anunciación, el Espíritu Santo es quien, en la relación trinitaria, expresa en su Persona el amor nupcial de Dios, ese amor que es “eterno”. En ese momento, el Espíritu Santo es, de manera única, el Dios-Esposo. En el misterio de la Encarnación, el Espíritu Santo efectúa la concepción humana del Hijo de Dios, manteniendo la trascendencia divina; la naturaleza nupcial del amor de Dios tiene una naturaleza completamente espiritual y sobrenatural. Lo que Juan dirá más tarde sobre los creyentes en Cristo se aplica aún más al Hijo de Dios, quien fue concebido en el seno de la Virgen “no por deseo de la carne, ni por deseo de varón, sino nacido de Dios” (Jn 1, 13). Pero, sobre todo, esto expresa la suprema unión de amor, realizada entre Dios y un ser humano por obra del Espíritu Santo.
7. En este divino desposorio con la humanidad, María responde al anuncio del ángel con el amor de una esposa, capaz de responder y adaptarse perfectamente a la elección divina. Por todo ello, desde la época de san Francisco de Asís, la Iglesia llama a la Virgen “esposa del Espíritu Santo”. Solo este perfecto amor nupcial, profundamente arraigado en la completa entrega virginal a Dios, pudo permitir a María convertirse en la “Madre de Dios” de manera consciente y digna, en el misterio de la Encarnación.
8. En la encíclica Redemptoris Mater san Juan Pablo II escribió: “El Espíritu Santo ya había descendido sobre ella, y ella se convirtió en su fiel esposa en la Anunciación, acogiendo la Palabra del verdadero Dios, ofreciendo ‘la plena sumisión del entendimiento y de la voluntad… y asintiendo libremente a la verdad revelada por él’, abandonándose más aún, totalmente a Dios mediante ‘la obediencia de la fe’, con la que respondió al ángel: ‘He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra’” (26).
9. María, con este acto y gesto, invierte totalmente el comportamiento de Eva y se convierte, en la historia espiritual de la humanidad, en la nueva Esposa, la nueva Eva, Madre de todos los vivientes, como han afirmado frecuentemente los Doctores y Padres de la Iglesia. Ella será figura y modelo, en la Nueva Alianza, de la unión nupcial del Espíritu Santo con cada uno de nosotros y con toda la comunidad humana, mucho más allá del contexto del antiguo Israel: todas las personas y todos los pueblos estarán llamados a recibir el don y a beneficiarse de él en una nueva comunidad de creyentes que han recibido el “poder de ser hijos de Dios” (Jn 1, 12) y que en el bautismo han renacido “del Espíritu” (Jn 3, 3), formando así la familia de Dios.