La Palabra se hizo carne aquí.

Meditaciones adaptadas de Redeemer in The Womb, de John Saward

ADVIENTO

9/26/20243 min read

En la Iglesia de la Anunciación, en Nazaret, hay una placa en la que se lee: “la Palabra se hizo carne aquí”. Fue ahí, en ese lugar concreto. Pero si queremos ser más específicos acerca del lugar, podemos serlo: fue en el vientre de una virgen llamada María, que Dios Hijo, sin dejar de ser verdadero Dios, asumió una naturaleza completamente humana y se hizo verdadero Hombre. Y si queremos ser aún más específicos sobre el momento de la Encarnación, podemos serlo: fue en el momento en el que la Virgen María le dijo al ángel, “hágase en mí según tu Palabra”. Fue exactamente ahí que, por el Espíritu Santo, un cuerpo fue formado de la carne y sangre de la Virgen, un alma racional fue creada e infundida en dicho cuerpo y, en ese mismo instante, la naturaleza humana se unió completamente a la Palabra divina. No sucedió todo esto en etapas sucesivas; el cuerpo no se formó antes que el alma ni viceversa. La carne fue concebida, animada y asumida simultáneamente. San Máximo el Confesor nos explica que “el hombre no es un alma usando un cuerpo, sino una unidad indivisible de cuerpo y espíritu, una figura completa” -enseñanza que luego San Juan Pablo II ha desarrollado extensamente en la Teología del Cuerpo- “por ende, si la persona humana es un todo, Dios también debió ser un todo desde el principio; la creación de su cuerpo y de su alma humanas debieron ser simultáneas.”

El mismo San Máximo dirá que “la milagrosa y virginal manera de su concepción no hacen su naturaleza humana menos humana que la nuestra. Su humanidad es la misma que la nuestra; difiere de la nuestra únicamente en la manera en que la ha adquirido.” Jesús es tan humano como nosotros, desde el primer momento de su existencia como hombre. Mientras que su concepción fue completamente milagrosa en el sentido de que su principio activo fue el poder sobrenatural del Espíritu Santo (en lugar del poder natural de la semilla del varón), fue completamente natural si consideramos la materia formada por su Madre. La novedad de su concepción virginal no ha abolido nuestra naturaleza humana, sino que es el signo de que Dios está haciendo algo nuevo; Él se hace hombre para hacer nuevas todas las cosas.

Ese al que reconocemos como Dios, se hizo verdadero Hombre, y se nos revela en el vientre de su Madre. Y así el Eterno, el que no conoce el tiempo, acepta tener un comienzo temporal en la historia. Como dice San Juan Pablo II, “el primer momento en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios se identifica con la milagrosa concepción que tomó lugar por el poder del Espíritu Santo cuando María pronunció su Sí.”

En Navidad conmemoramos su nacimiento en la carne. Sin embargo, es carne que Él asumió nueve meses antes. En el establo en Belén, María puede por fin tomar en sus brazos y alimentar en su seno, mirar con sus propios ojos, al Niño-Dios que había estado oculto en la intimidad su vientre. La liturgia bizantina nos invita a contemplar este momento: “Y ella, inclinándolo como una doncella, lo adoró y le dijo, mientras yacía en sus brazos: “¿cómo sembraste semilla en mí?, ¿y cómo creciste dentro mío, mi Libertador y mi Dios?”

La Iglesia recuerda, particularmente en los últimos días de Adviento, que antes de ser un bebé recién nacido, Él era un bebé aún no nacido. Eso que los biólogos llaman cigoto, embrión y feto. Dios hizo suya la primera etapa de la vida humana y, al hacerlo, la ha divinizado. La aventura de ser humano, para el Hijo Eterno de Dios, comenzó en el momento de su concepción, no de su nacimiento.

Se anonadó a sí mismo, no haciendo a un lado su grandeza divina, sino tomando nuestra pequeñez humana, específicamente la debilidad microscópica de un embrión. Él acepta las limitaciones del largo y lento camino al nacimiento, en el vientre. La Encarnación no degrada la grandeza divina sino que eleva la pequeñez humana al ser asumida por su Creador.

“Que se alegren los cielos y se regocije la tierra, porque el Hijo, que es Eterno con el Padre, teniendo su trono y careciendo de inicio, en su compasión y amor misericordioso hacia el hombre se ha sometido a sí mismo, vaciándose, y ha venido a morar en el vientre de una Virgen. El que no puede ser contenido, está contenido en un útero.” (Rito Bizantino)