
Perfección desde la Concepción
Meditaciones adaptadas de Redeemer in The Womb, de John Saward
ADVIENTO
12/15/20243 min read
En alma tanto como en cuerpo, María es “la casa” que la Sabiduría construyó para Sí. Su vientre alberga la Sabiduría increada, a quien ella concibió primero en su puro e inmaculado espíritu. No hablamos solo de su acogida del Verbo físicamente, en su vientre, sino también de la hospitalidad que le da en su corazón. La última hace posible la primera. Si consideramos la estrechez física del vientre de María, es efectivamente un espacio pequeño. Pero si consideramos la anchura de su corazón, es un trono amplio… y es esta amplitud de corazón que hizo a su vientre capaz de acoger tal Majestad.
Aún cuando no había nacido, Jesús ya era un hombre. No en edad, sino en sabiduría. Pues Jesús no era en menor medida la Sabiduría misma en su concepción que después de su nacimiento. Su “crecer en edad y sabiduría” (Lc 2, 52) no habla de que adquiere algo que no tenía, sino de que se revela paulatinamente lo que siempre ha tenido, o mejor dicho, lo que siempre ha sido.
San Bernardo remarca que sí hubo un progreso real en el conocimiento experimental de Cristo: “Él se convirtió en lo que ya era, aprendió lo que ya sabía. Buscó en nuestra naturaleza ventanas a través de las cuales pudiera observar de cerca nuestra miseria, y amarla.” En Cristo puede haber crecimiento y plenitud permanente de forma simultánea, pues viven perfectamente unidas las naturalezas humana y divina.
Desde el primer instante de su concepción en el vientre de María, el Hijo hecho hombre es ungido por el Padre con el Espíritu Santo a un nivel que sobrepasa cualquier medida humana. Cristo, embrión, es santo. Aún en el vientre, Cristo es la Cabeza del Cuerpo Místico y abraza a sus miembros con su amor. Podremos decir, incluso, que ahí está ya, en cierto sentido, llevando su Cruz; desde ese momento es verdaderamente Varón de dolores. También a esto nos referimos al decir que Dios se hizo carne… pues en toda la creación, ¿qué hay más frágil y delicado que la carne?
La vida de Cristo en el vientre fue probablemente más pesada para Él que para otros niños. Después de todo, a diferencia de la persona humana, esta Persona divina ha entrado en la vida embrionaria consciente y voluntariamente, y lo ha hecho con un propósito salvífico. Desea encontrar a Adam y renovar su naturaleza humana, desde sus inicios (esa vida embrionaria y fetal). Ahí, en los confines del vientre, llevó nuestras enfermedades y cargó nuestras dolencias; buscó y encontró al Adam que una vez buscó y no encontró cuando se escondió de Él en el Edén. En el vientre extrajo con sus propias manos el aguijón del pecado que la serpiente había incrustado en el primer hombre. Sí, en el vientre de su Madre, el Cordero de Dios ya estaba quitando el pecado del mundo, intercediendo constantemente por nosotros ante el Padre.
Santo Tomás de Aquino dice que la humanidad de Jesús es el instrumento eficaz de su divinidad para santificar a toda la humanidad. Esto significa que toda acción y experiencia humana, desde la concepción, tiene la capacidad divina de salvar y santificar.
El amor con el que el Redentor nos busca desde el primer momento de su Encarnación sobrepasa toda capacidad de la mente humana. Jesús, desde la concepción, gozaba ya de la visión beatífica de Dios. Es decir, aún como un niño no nacido, miraba el Rostro del Padre, y en el Padre veía a todos sus miembros (tú y yo) y los amaba.
En el vientre, Jesús no está involucrado en lo absoluto en la tarea adulta de pensar. Él está haciendo algo mucho más importante: en el paraíso terreno que es el cuerpo de su Madre, Él descansa y mira, ama y alaba a su Padre. Este gozo de la visión beatífica desde su concepción no es incompatible con una infancia real, completa, creíble, pues a final de cuentas, la visión de Dios es un don divino y no un logro humano. Para poseerla no se necesita madurez de cuerpo o de mente, sino simplemente la natural receptividad del alma.